Pequeñas e invisibles agresiones hacia nuestros hijos
Espacio: Blogger invitado
¡Hoy tenemos como blogger invitada a la psicóloga y terapeuta infantil y de familia Susana Albornoz di Filippo.
Susana es mamá de Amaranta y Paloma, Doula certificada y diplomada en Educación prenatal, perinatal y postnatal de EMESFAO y la Universidad de la Sabana. Susana creó un taller de vínculo "Manitos y Cascabeles" para madres y padres de familia con bebés de 0 a 24 meses y brinda consulta privada. Puedes contactarla si necesitas asesorías en crianza, conferencias y talleres para padres de familia y niños. E-mail: albornozs0902@gmail.com
Llevo muchos días pensando
en un tema que me está inquietando desde que entré a esta maravillosa fase de
post parto. Y me he encontrado con mi sombra: las pequeñas e invisibles
agresiones hacia mi hija.
Desde que Paloma
nació y no obstante el gran amor y todo mi esfuerzo, he perdido la paciencia
con mi hija mayor Amaranta, traducida en mi incapacidad de contenerla,
acompañarla y sostenerla cada vez que estamos las tres juntas. Sus ritmos me
desesperan, quisiera que hiciera todo más rápido y sin tener que repetírselo
dos o cinco veces; quisiera que se quedara tranquila sentada a la mesa, que se
vistiera y que se lavara los dientes sola, que no se enfermara, ¡que no me necesitara
tanto!
Me extraño a mi
misma en este período como mamá de Amaranta, esa mamá paciente, cuidadosa y
respetuosa, capaz de inventar juegos para lograr que organice sus juguetes, esa
mamá alegre que canta y baila sin cansarse, la que tiene suficientes manos y
cuerpo para contenerla, mimarla y alzarla. Esa madre tan capaz de ser mamá. Esa
mamá que en este período de la vida ya no está, y para mi sorpresa y
desconcierto, la reemplaza una nueva madre, no solo porque lo soy ahora de Paloma,
sino porque también soy una nueva mamá de Amaranta: cansada, desesperada,
incapaz…
Violenta no porque
la golpee o me la pase gritándole o diciéndole cosas feas, ¡no lo haría nunca!
Pero han comenzado a salir a la luz pequeñas agresiones que nadie quiere nombrar:
me habla y no la escucho; se pone rebelde y yo la rechazo de una sutil manera;
quiere brazos y le digo que no porque estoy atendiendo a su hermana; no me
encuentro disponible incluso desde la mirada. Me doy cuenta de los pequeños
abandonos cuando le tengo que repetir algo o me voy del cuarto con rabia;
cuando la presiono para que haga todo rápido y ojalá sola. Y no lo haría nunca
en la realidad pero en mi fantasía le doy unas cuantas palmadas, o la dejo sola
“a ver si aprende”. Y me duele en el alma, porque hasta el momento nunca había tenido
pensamientos de ese tipo.
Si bien el
post parto, mis hormonas, mi cansancio, mi incapacidad; mi sensación de asfixia
y hacinamiento corporal, porque ya ni siquiera tengo una mano libre (Paloma en
un brazo y Amaranta en el otro) son los disparadores de mis emociones, quiero
ahondar más de dónde más sale esta violencia que siento en mis entrañas.
Y sigo descubriendo.
Me doy cuenta que soy la niña herida maternando a mi hija. Y se me presentan
imágenes de mi infancia. ¿Quién reconocería que ha sido maltratado o violentado
si nunca le han pegado? Mucho menos si tiene la idea de que nunca nada le ha
faltado porque tuvo techo y comida. Son pequeñas agresiones invisibles que
posiblemente yo también pude haber sentido; la falta de mirada: cuando miré y no encontré otros ojos; cuando se me impuso la
exigencia de crecer sin que me fueran respetados mis ritmos, “¡vístete rápido!”,
“¡baja las escaleras rápido!”, “¡no corras!”; cuando se minimizaron mis miedos
o mis sentimientos de rabia: “eso no fue nada”; cuando pude haber recibido amenazas
y castigos: “si no te portas bien te quedas en el cuarto”; o expectativas
exageradas... Y los secretos, aquello que nunca se nombra en las familias pero
que todos saben y que de niño ves y no entiendes, sin dejar de mencionar la
falta de presencia, una agresión frecuente y menos obvia como la incapacidad de
estar ahí y contener.
Creo que educar
para la paz (por aquello de que la paz comienza desde casa), solo es posible
cuando somos capaces de reconocer y aceptar las pequeñas y grandes agresiones
de ayer y de hoy, las obvias y las invisibles, porque especialmente podrían
activarse en nosotros las de ayer con nuestros hijos. La palabra maltrato, la
agresión, son difíciles de nombrar, aceptar y reconocer. Son tabú, porque si
decimos que agredimos, seremos juzgados y tildados de maltratadores, malos
padres de familia, incluso escoria humana, o ¿qué piensan ustedes de la
violencia llevada al extremo de un padre que le pega a sus hijos? Es tabú también
porque nuestros padres no reconocen que nos agredieron, si lo llegaron a hacer.
¿Que hacemos entonces para no agredir cuando muchas veces justificamos el
maltrato, (que no tiene permiso alguno) castigando, apurando, etcétera.?
El maltrato no es desamor;
amo a mi hija, aunque he manifestado con ella pequeñas agresiones. Y reconozco
que mis padres me aman y me amaron, aunque también me maltrataron. Lo que si
tengo claro, es que el maltrato encuadrado por pequeñas, grandes o invisibles
violencias no debe justificarse jamás, a pesar de ser parte de la vida de todos,
a pesar de que nos consideremos buenos padres.
Estas palabras
completan el ejercicio de nombrar lo innombrable, como escribe la psicóloga Ana
María Constain, “para que ya no ocupe tanto espacio, para que ya no haga tanto
ruido, para que no obstaculice nuestra esencia, para que pueda fluir el amor.”
Un “sana que sana”
para todos nuestros niños interiores heridos que juegan hoy a ser papás.
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