La resiliencia no lo repara todo pero ayuda

“Quería mucho a mi obstetra. Una médica bien preparada, amable y pendiente de mí. Mi embarazo fue muy feliz y me sentía dichosa de poder gozarlo y además tener la fortuna de contar con alguien tan profesional para recibir a Celeste. Yo lo vivía a plenitud, bailaba mucho, disfrutaba de mi barriga y ¡hasta me contrataron de modelo para una revista! Cuando se aproximaba la fecha del parto me dijo en uno de los controles que programaría una inducción para que mi niña naciera un viernes. Me explicó que me pondrían oxitocina sintética intravenosa para acelerar el trabajo de parto y que más o menos al final de la tarde la tendría en mis brazos...

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Yo le dije que si todo iba bien, consideraba que era mejor era esperar a que Celeste naciera espontáneamente; no sabía mucho del tema ni tampoco que se podía programar un nacimiento, así no fuera por cesárea. Ella me dijo que tiene dos niñas pequeñas y que siempre prefiere programar los partos de sus pacientes para los viernes porque llega el fin de semana y no hace consulta y porque además debe atender a su familia. Tampoco podría estar saliendo a cualquier hora de la noche. Me asusté un poco pero confiaba en ella. Al fin y al cabo llevaba tantos años atendiéndome en consulta y yo no quería irme con cualquier otro profesional ya tan al final del camino. Me introdujo un gel para forzar la dilatación y separar las membranas. Me dolió mucho. Después me pusieron el medicamento y al rato Luego ella rompió la bolsa. Las contracciones eran muy intensas por ese medicamento y con todo eso que habían hecho, Celeste no nacía. Me advirtió de esperar un rato más y de la posible necesidad de una cesárea si no lograba dilatar. No sé si fue la suerte o el susto de que me hicieran una cirugía mayor lo que aceleró la salida de Celeste por la vía original, que además fue instrumentada, lo que me costó años de fisioterapia por el prolapso que me causaron los fórceps, un aparato que se usa para ayudar a sacar al bebé durante el parto. Lloré cuando después supe que muchos partos inducidos terminan en cesárea. Y que el hecho de no querer salir de casa de noche no era la razón para que un médico induzca un parto. Lloré por lo que habría podido pasar. Y porque me sentía tonta por haber confiado". (Cynthia).

No nos damos mucho de cuenta, pero es posible que al convertirnos en padres, además de la gran sorpresa y el impacto transformador, nuestra forma de comportarnos, reaccionar y ejercer nuestra función cuidadora venga con la influencia de lo que nos sucedió cuando comenzamos la vida. También de cómo nos criaron, de cómo se vincularon con nosotros. A su vez, esos hijos nuestros llevarán consigo un sistema que se conectará con lo que sucedió cuando llegaron al mundo, cuando se vincularon con nosotros, cuando crecían… Con su pasado. Y así con sus propios hijos.

Se sabe que las intervenciones mínimas facilitan los procesos propios del embarazo, el nacimiento, el posparto y la crianza. Me refiero injerencias que no atentan contra la capacidad innata del cuerpo y de la mente para traer vida al mundo, mantenerla y sustentarla. Se sabe también que hay recursos, que cuando son utilizados bajo una real necesidad, salvan vidas. 

Pero hay obstáculos no necesarios que podrían seguir alejándonos de la evolución característica de un bebé humano y de los procesos naturales de su llegada al mundo. Esos impedimentos se pueden ejemplificar: Cuando te programan una cesárea por la salida a vacaciones al día siguiente del profesional de la salud que te atiende, cuando es sabido que las cesáreas se practican cuando no hay una circunstancia médica que amerite un parto normal. Cuando te dicen que no es tan cierto eso de la “separación cero”, es decir que es ideal que cuando nazca el bebé permanezca a tí, en contacto piel a piel sin que se separen, y que es mejor esperar a que se te despierten las pierna, descansar y tomar fuerzas; que más bien luego te llevan al bebé, cuando lo propio y natural es el contacto inmediato piel a piel como lo sostienen los organismos mundiales de salud, si no hay una razón médica o voluntaria de parte tuya que justifique la separación. Cuando te llegan con biberones para el bebé que quieres o has decidido amamantar exclusivamente, tan solo por las dudas porque seguro a ti te va a salir muy poquito y se puede deshidratar. Cuando te dicen que no lo cargues, cuando se sabe que un buen desarrollo físico, mental y emocional de un bebé se logra a través del la proximidad con sus cuidadores y "que los bebés no se acostumbran a los brazos, los necesitan". Y cuando se sabe que cargar facilita las tareas de quien lleva al bebé porque puede encargarse de sus oficios diarios (y con las manos libres si usa un buen portabebés), hasta que el bebé empieza a desplazarse por sus medios, interactuando con el mundo de afuera desde la seguridad que le brinda estar cerca de su cuidador. Cuando te dicen que lo dejes llorar hasta que se canse si no está enfermo y que no atiendas inmediatamente sus necesidades, cuando se sabe que el responder a las señales del bebé no lo estás convirtiendo en el centro constante de atención sino que simplemente lo estás tratando como una personita bienvenida en el mundo de los demás, que además no tiene otra forma de expresarse. 

A lo largo de nuestra propia experiencia como bebés y personas criadas por alguien, así como cuando nos desempeñamos como cuidadores, es probable vivir momentos de obstáculos, perturbaciones e intervenciones. Y no sabemos cómo aquellos podrían alterar nuestra capacidad de vincularnos, de comportarnos y de querer. No podemos tampoco frenar aquellos eventos sucedidos en el pasado y hay situaciones que se salen de nuestro control. Sea porque fueron o sean necesarias, como cuando sucede una separación con el bebé por algún suceso de emergencia, o una intervención para salvar una vida o incluso por una equivocación en su momento.

Surge entonces el interrogante de si podremos superar el eventual daño voluntario o involuntario que a nosotros mismos nos hicieron de bebés, que podría impactar en la forma en que criemos. Y de lo que suceda después cuando les toque el turno a nuestros hijos. Surge la pregunta de si es posible sobreponerse a las interferencias y perturbaciones que atentan contra nuestra naturaleza, simplemente teniendo a disposición de nuestros bebés después, todo el alimento físico y emocional que necesitan. ¿Podremos minimizar el impacto, si lo tiene?

Definitivamente existe solución si no es posible lograr que los procesos involucrados durante la espera y luego de la llegada al mundo puedan ocurrir con menos opinión, con menos intervención y con menos perturbación. De igual manera siempre hay solución si es inevitable lograr la eliminación, o más bien la liberación de cualquier concepto y práctica que obstaculice el curso natural de esos procesos. Sin perjuicio de las bondades de las tecnologías, procedimientos, aparatos y suplementos que salvan vidas. Siempre hay maneras de contrarrestar el posible impacto negativo de lo perturbado y de lo oprimido si no se pueden soslayar.

Y es cuando el camino de la resiliencia se convierte en un salva vidas. Los seres humanos tenemos una inmensa capacidad de reponernos, de superar. Por ejemplo satisfaciendo cuando sea posible la necesidad de brazos en los vínculos con nuestros pequeños, no importa cuándo. Aquel abrazo no recibido en el pasado, aquellos brazos no otorgados a tiempo podrían abrirse camino como estrategia resiliente. Porque nunca es tarde para expresar amor. Siempre es posible brindarle a los bebés un adecuado desarrollo físico, mental y emocional con la cercanía para superar malas experiencias perinatales o durante nuestros propios partos o nuestras propias crianzas. Y sanarlas.

Si atendemos sus necesidades de contacto sin rotularlos como pequeños malcriados, podremos sobrellevar muchas falencias, dando pie a una civilización con un alto potencial de amor. También si no molestamos a quienes quieren disfrutar de la proximidad como algo que está bien, que es sano. Porque los bebés no se acostumbran a los brazos… los necesitan. También porque nosotros necesitamos brazos, aún de grandes.

Tenemos la capacidad universal para sobreponernos. Sin embargo, sería ideal no tener que hacerlo. Más bien retornar a la capacidad como especie, de cambiar en el presente y en el futuro las perspectivas sobre nuestra condición humana y dar paso a procesos no tan invasivos ni perturbadores si no fuere necesario.

Siempre quedan oportunidades para desarrollar la capacidad de resiliencia para poder contrarrestar los efectos negativos de dichas intervenciones y obstáculos en nuestra capacidad de vincularnos y de conducirnos. Siempre está la posibilidad de reconciliarnos con el dolor de lo que no se pudo.

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